La partida de billar (I)

Estábamos a solas, de vacaciones. Aquella isla siempre despertaba nuestros instintos. El calor, el mar y la brisa nocturna… Por la mañana, habíamos estado en la playa, tomando el sol desnudos, toqueteándonos. Pero se nos hizo tarde y tuvimos que volver a despedirnos de mi hermana. Ella y su chico se iban unos días de gira y nos dejaban al cuidado de su casa. Mi hermana cantaba en un grupo de rock metal y su marido, un motero alemán, siempre había trabajado en bares. Así que su casa parecía uno. Tenían una enorme terraza techada, decorada con matrículas de moto, cascos, botellas de whisky, redes de pesca, espejos rotos y un montón de luces. Cuando las encendían, la terraza se veía desde la carretera que llevaba hasta la cima de la montaña y sus amigos sabían que esa noche podían subir a tocar música y beber cerveza. Al llegar, aquel porche-bar te daba la bienvenida con su enorme sillón rodeando una mesita, la diana en la pared, un tronco de madera para clavar cosas, una mesa de billar, y hasta un saco de boxeo colgado del techo.

Mi chico y yo estábamos allí de lo más a gusto. Tomando algo en la terraza, escuchando música y recordando dónde lo habíamos dejado por la mañana. Hacía calor esa noche y yo llevaba una faldita y una camiseta de tirantes. Mi chico me miraba desde el sofá, preguntándose que música estaba eligiendo. Puse “I Just Want To Make Love To You” de Etta Jones y cuando comenzó la canción saqué una pierna por la puerta de la terraza: “I don’t want you to be no slave”. -Tatataratatán- canté divertida-. Al ritmo de la música, me fui moviendo por la terraza, cogí el látigo de la pared y lo hice sonar contra el suelo, lo pasé entre mis piernas y lo tiré hacia mi chico, que lo recogió sonriéndome. Seguí bailando hasta el sofá, cogí mi copa para dar un trago, le quité la camiseta a mi chico mientras sonaba “And I just wanna make love to you”… y froté un hielo por su pecho. Él se puso el hielo en la boca y lo frotó deleitándose por mi vientre y mis tetas. – Luego clavó sus ojos en los míos y me dio un latigazo suavito en el culo. -Auu- dije yo siguiéndole el juego.

Sonaba “And I can tell by the way you walk that walk”, así que me puse de pie, le di la espalda y andé provocativa hasta la mesa de billar. Allí bajé mi falda y la tiré hacia él. Solo llevaba la braguita del bikini y la camiseta de tirantes que por efecto del hielo marcaba claramente mis pezones. Subida en la mesa de billar, hice resbalar un par de bolas por mi cuerpo y cuando me disponía a bajarme los tirantes, me di cuenta de que una pareja alemana nos observaba desde el jardín. “Love to you, ooohooo”. Mi chico debió leer la sorpresa en mi cara porque miró también hacia el jardín. Los recién llegados nos miraban también un poco cortados. La mujer, con una botella de cristal en la mano, totalmente paralizada, pero el que debía ser su marido, enseguida me miró divertido y dijo: -Por nosotros no os cortéis-.

La chica le dio un pequeño codazo y se presentó: – Somos Karl y Anke, amigos de tu hermana, ¿no está? – No, perdonad, con la música no os oímos llegar – dije yo toda colorada, poniéndome la falda -. No importa – dijo ella – solo vinimos a traerle esto – dijo mostrando la botella-. – Pasad – dije yo-. – No queremos interrumpir – dijo ella deprisa-. – Anke, ¿no te apetece bailar? A mí no me importa – dijo Karl, guiñándome un ojo -. Esa frase me dejó desconcertada al principio, pero cuanto más vueltas le daba, más me agradaba la idea. ¿Y si lo decía enserio? ¿Y si se unían al baile? Miré a aquel alemán de arriba abajo. En otro sitio, quizá no me hubiera fijado en él. Era ancho y fuerte, despeinado y con una boca preciosa, pero no demasiado alto. Ella era rubia, alta y delgada. El caso es que estaban los dos allí, en la terraza de mi hermana aquella noche de verano. Les sentaba fenomenal el cuero con la moto de fondo y yo me sentía de lo más salvaje.

Nos contaron que solían ir bastante a la casa. Karl era bajista y Anke también cantaba un poco. Habían oído hablar mucho de nosotros (nos reconocieron por las fotos que mi hermana tiene en casa) y nos ofrecieron preparar unos chupitos con la botella que trajeron. – ¿Cómo se llama esto? – dijo mi chico cuando lo probó. – “Drácula”- dijo Anke -, cuidado que son un poco fuertes. – Ya lo veo – dije yo mientras el líquido quemaba mi esófago- esto solo es apto para moteros alemanes. Así, entre chupitos, música rock y risas, fue trascurriendo la noche. Karl abrazaba a su chica y de vez en cuando la mordía el cuello por efecto del chupito, según decía. Nosotros, que llevábamos todo el día calientes, nos fuimos soltando aún más y ya nos metíamos mano abiertamente. En un momento dado, mi chico propuso que jugáramos un billar chicos contra chicas, en el que los que perdían se fueran quitando prendas. – Acepto el reto- dije yo aún sabiendo que los chicos nos iban a dar una paliza-. Aquella partida fue de lo más excitante. Mi chico ayudaba a colocar el taco a Anke de vez en cuando y yo le pedía ayuda a Karl para enfilar la bola negra. Roces, miradas, mordiscos… yo solo podía pensar en sexo.

Mientras Karl y Anke se besaban, le pedí permiso a mi chico para continuar el juego y dejarnos llevar hasta donde quisiéramos los cuatro. – Que no escapen – dijo él bromeando-. Así que puse de nuevo a “Etta Jones” y dije: – creo que Anke nos debe un baile-. Anke comenzó a bailar muy sexy delante de su palo de billar. Mi chico la contemplaba encantado. Ella bajaba lentamente hasta el suelo, vestida con la poca ropa que le quedaba – las botas de motera, la camiseta y unas braguitas negras. Se quitó las botas, bajó sus bragas muy despacio moviéndose al ritmo de la música, y se las tiró a mi chico, que se acercó para quitarle lentamente la camiseta. Karl me cogió en brazos, me sentó en la mesa y me dijo al oído -llevo pensando toda la noche en hacértelo en esta mesa de billar-. Yo comencé a besarle el pecho desnudo y a desabrochar su cinturón y sus pantalones. El me mordía, me besaba y me tocaba bajo la camiseta de tirantes. Cuando terminé de desnudarle, ya no vi a mi chico y Anke, que debían estar dentro pasándolo en grande. Me encantó tener a Karl para mi sola y poder explorar por fin mi lado más gamberro. Estábamos los dos tan calientes, que apenas necesitamos preliminares. Sus ademanes toscos, sus manos grandes, su acento alemán me encendían.

Sentada en la mesa, yo le abrazaba y besaba cada vez con más fuerza, indicándole con todo el cuerpo que esperaba tenerlo dentro. Mis uñas se clavaban en su piel y él me miraba cada vez con más deseo. – Sé lo que quieres, pero aún no vamos a acabar la partida – me dijo recostándome en la mesa-. Y comenzó a besar mi entrepierna, a lamerla hasta dejarla más mojada para meter sus dedos hasta el fondo. – Presiona hacia arriba – le pedí. Me encanta que un hombre me haga eso. Que me chupe el clítoris con sus dedos metidos en mi vagina, empujándola hacia dentro y hace arriba, rodeando el hueso de mi pelvis, estimulando toda la zona pélvica que quedará sensible por unas horas. – Ven, Drácula -le dije-, ahora me toca chuparte a mí la sangre. Quité su calzoncillo y me encantó la visión de su pene ancho y duro. Lo olí, lo lamí, jugué con él un rato entre mis manos y luego entre mis tetas. Karl no podía más y me preguntó si tenía condones. – No tardo – le dije-. Volví hasta la mesa bailando y quitándome poco a poco la camiseta, mirando su torso masculino y su erección enorme. – Comienza la partida – me dijo al ponerse la goma-. Y me folló el cuerpo y la mente, diciéndome guarradas al oído, a veces en español, a veces en alemán, hasta que me corrí gritando un poco más de la cuenta.

-Me encanta haberte visto así, en plan salvaje – dijo Karl. Y se puso a aullarle a la luna llena, como un hombre lobo. – Auuuuu – se unieron Anke y mi chico desde dentro de la casa-. – Auuuu- gritamos los cuatro.

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